Bienvenido Mascaray, en la charla que nos ofreció en el Congreso de Euskeraren Jatorria en Arteaga no se limitó a hablar de la lengua íbera. También nos ofreció algunas cerceladas de la personalidad de los pueblos íberos: autónomos, independientes, de un gran nivel cultural… Luego, cuando el imperio romano impuso su estructura político-militar gran parte de aquello desapareció
Posteriormente el sistema romano se fue transformando hasta llegar a los estados actuales donde cada vez tienen más poder, y por el contrario, los indivíduos cada vez tienen menos autonomía.
En este artículo se habla sobre la historia de la autoorganización a través de la historia, que nos recuerda el Batzarrea de Euskal Herria:
Mujer, Verdad y Revolución Integral
“La única esperanza para los vencidos es no esperar ninguna salvación” Publio Virgilio Marón
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Lo cierto es que donde, en 1812 (Espainiako Cadizeko Konstituzioaz ari da), había dos sociedades, dos comunidades humanas, el Estado y el pueblo, que se relacionaban, se enfrentaban, cooperaban a veces y equilibraban y reequilibraban la correlación entre sus fuerzas, en nuestros días queda un único ente organizado, el Estado, y, fuera de él, una mixtura de grupos y clanes y, cada vez más, individuos solitarios, que se enfrentan o se ignoran, que viven de espaldas los unos a los otros, amarrados a las instituciones del poder de las que son deudores y a las que están obligados a cambio de una protección que no se sienten capaces de procurarse por sí mismos.
Ésta es la mayor victoria del Estado en los últimos doscientos años y el más grande problema estratégico al que tendrán que hacer frente quienes consideren la superación del actual orden de opresión social. Sin embargo, ante la superioridad del enemigo la mayoría de los movimientos del presente han elegido la peor de las opciones, por un lado negar la derrota estratégica de las fuerzas contrarias al poder elitista reconstituido en la revolución decimonónica, y, por otro, concentrar toda su energía en luchar por reformas o pequeñas “conquistas” dentro del sistema, presentando como grandes éxitos y trofeos lo que no son sino correcciones que mejoran y amplían el orden de dominación. Así han amado sus cadenas, viviendo en el autoengaño y actuando como agentes -con o sin conciencia de ello- del poder.
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Pero en 1812 al estatuir la ominosa Carta Magna el panorama no era tan optimista para el orden constitucional y representativo, la comunidad popular vivía un momento de gran potencia y fuerza, estaba armada y organizada y era, para las elites mandantes, un socio obligado contra Napoleón a la vez que su enemigo principal en el interior. En efecto, ya en 1809 eran las guerrillas las que hostigaban a las tropas francesas e impedían su implantación en el territorio, el ejército regular y el aliado inglés fueron desbordados sistemáticamente por las tropas napoleónicas en Castellón, Uclés, A Coruña, Ferrol, Ciudad Real, Valls, Tarragona y un largo etcétera, mientras las partidas ganaban fuerza y eficacia, actuando con plena independencia y enorme creatividad, movilizando ampliamente a la población[6] y con participación abundante de las mujeres[7].
Las partidas guerrilleras, como en la Edad Media las Milicias Concejiles, fueron ente autónomo y no derivado del Estado, estableciendo un poder real separado de la institución militar estatal. Por su eficiencia y vigor fueron una experiencia excepcional en el ámbito europeo, por eso Carl Schmitt, en su teoría del partisano, toma como referencia, precisamente, la guerra contra Napoleón en España donde 250 o 260 mil hombres eran mantenidos en jaque por unos 50 mil guerrilleros.
La fuerza de la guerrilla era la manifestación de la potencia de las instituciones y la organización social libre de las comunidades rurales, las formas comunales de propiedad eran las más usuales en el agro peninsular, comprendía la adjudicación en suertes de las tierras comunales, el cultivo colectivo de los bienes concejiles, el uso común de montes y pastos, las comunidades de regantes[8], la propiedad mancomunada de molinos, fraguas, hornos y bestias de labor, comunidades de pescadores, espigueo del arroz y otros[9].
La propiedad comunal y otras muchas prácticas como la derrota de mieses, el aprovechamiento de los pastos y los montes, etc. eran un choque fenomenal con el concepto de propiedad absoluta romanista, pero no ha comprenderse en clave económica la comunidad popular que se caracterizaba por ser una forma de organización social integral e integrada. El trabajo colectivo con la participación general de mujeres, hombres y niños, cada cual según sus capacidades y el reparto equitativo de los frutos es un elemento fundamental que da cohesión y fuerza convivencial a la aldea rural.
Las formas de trabajo común fueron amplias, diversas regionalmente en las formas pero muy semejantes en su fondo. El trabajo se valoró más que la propiedad pues era considerado como el único valor insustituible, y así, quien no participara en el quehacer colectivo sin causa justificada era excluido del reparto del producto, lo que hacía muy difícil la monetización de la economía y su mercantilización.
Además el autoabastecimiento de lo imprescindible para la vida fue la norma, pues se producía lo esencial en las mismas aldeas o pueblos en el entorno próximo y se practicaba el trueque antes que el intercambio por dinero, el capitalismo tenía, pues, un freno muy potente en las formas de vida rurales[10]
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Estructurada de esta manera, la comunidad rural tradicional se constituyó como un auténtico contrapoder que tenía sus instituciones políticas, el concejo o asamblea vecinal, que era soberano en un ámbito limitado pero no insignificante ni trivial[12] Las autoridades estatales y consuetudinarias coexistieron sin mezclarse ocupando ámbitos distintos[13] pero siendo las centrales en la vida del sujeto las horizontales y elegidas anualmente.
La organización política popular generó también un cuerpo legal propio, basado en los fueros y aplicado como derecho consuetudinario, oral, abierto e interpretado desde la experiencia y el debate de los iguales. La principal institución política de los vecinos, es decir, la asamblea, era la que regulaba y normativizaba la gestión de los asuntos de la comunidad según los acuerdos, los debates hermanados y la costumbre, ordenaba las relaciones y los conflictos, las obligaciones y los derechos. Lo consuetudinario se alzó frente al derecho romanista de las clases altas y fue especialmente beligerante en la negación del concepto de propiedad privada y en el derecho de familia.
En este último asunto la experiencia ibérica fue especialmente única y divergente con las costumbres patriarcales dominantes en todo Occidente[14]. La libertad de la mujer en el ámbito popular fue uno de los factores que más vigor dio a las instituciones y la cultura del pueblo[15].
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